Hace exactamente un año que murió el viejo Philips. Se mantuvo transmitiendo hasta que sus colores se redujeron a un verde soporífero. Desde que falleciera el mando a distancia, tres años antes de su propio deceso, el viejo cascarrabias se negó a obedecer a los engreídos mandos universales, de jóvenes botones y formas aerodinámicas. Creo que le tomé cariño debido a nuestro frecuente contacto físico, inevitable cuando cambiaba el canal o variaba el volumen. Él se aprovechaba de mis sentimientos y solía gastar bromas de mal gusto: no presencié ningún gol del mundial de Alemania pues el viejo Philips se escapaba a un documental cercano en cuanto el delantero se acercaba a puerta, practicaba también jugarretas como hacer lucir a Jacko cada vez más blanco o rejuvenecer año tras año a decadentes vedettes. Así era él. ¡Cuánto nos divertimos juntos! Un día como hoy no pudo rebasar las sanguinolentas crónicas del telediario de Antena 3.
Aquella fatídica jornada, tras regresar del Punto Limpio, me propuse rehacer mi vida. Aunque aún no lo he conseguido. Lo intenté con los diez libros más vendidos de la temporada, pero me parecieron películas silentes que languidecían a mi morosa velocidad de lectura. El atractivo de la gente vulgar, que tropezaba en la calle, nunca alcanzó, ante mis ojos, el acabado cinismo de la televisión. Llegué a pagar en ciertos bares por ver un partido de fútbol, en televisores que se prostituyen durante noventa minutos por el precio de una miserable jarra de cerveza. En el trastero de casa yacen olvidadas varias videoconsolas, distantes en su frívola realidad, a la que sólo puedo acceder con un mando de botones asépticos. Quizás me haya tornado tan cascarrabias como el viejo Philips, no lo sé, aunque me basta mi argumento definitivo: sus transmisiones son irrepetibles.
Aquella fatídica jornada, tras regresar del Punto Limpio, me propuse rehacer mi vida. Aunque aún no lo he conseguido. Lo intenté con los diez libros más vendidos de la temporada, pero me parecieron películas silentes que languidecían a mi morosa velocidad de lectura. El atractivo de la gente vulgar, que tropezaba en la calle, nunca alcanzó, ante mis ojos, el acabado cinismo de la televisión. Llegué a pagar en ciertos bares por ver un partido de fútbol, en televisores que se prostituyen durante noventa minutos por el precio de una miserable jarra de cerveza. En el trastero de casa yacen olvidadas varias videoconsolas, distantes en su frívola realidad, a la que sólo puedo acceder con un mando de botones asépticos. Quizás me haya tornado tan cascarrabias como el viejo Philips, no lo sé, aunque me basta mi argumento definitivo: sus transmisiones son irrepetibles.