Las Hilton se quedan sin millones
El País. 27/12/2007
Al entrar a la primera boutique se sorprendió aún más al notar que las dependientas no se abalanzaran sobre ella portando con fingida cortesía las más exóticas propuestas de temporada y que el resto de los clientes no le dirigiera las acostumbradas miradas de soslayo que tanto la complacían. Perdiendo la calma se atrevió a violentar una de las normas más rígidas de su premeditado estilo y evaluó sin reparos su aspecto ante un espejo cercano. Todo parecía en orden. Decidió entonces llamar a su hermana intuyendo alguna nueva jugarreta de la prensa, que de vez en vez difundía información falsa sin su consentimiento, para sacarle más dinero del que usualmente invertía en su imagen. Demoró diez veces más de lo que tardaría el mismo Stephen Hawking en tener listo el teléfono móvil, para garantizar que todos a su alrededor dispusieran del tiempo suficiente para apreciar el sofisticado diseño del aparejo. Sólo logró la respuesta de una operadora automática: "Su consumo ha sobrepasado el límite máximo permitido para cualquier tarifa inimaginable. En estos momentos usted no puede realizar ni recibir llamadas, aun cuando en el caso de estas últimas se tratara de recomendaciones publicitarias no deseadas. Por favor, evítenos el disgusto de contactar con esta compañía y espere una pronta comunicación de nuestros abogados". Paris salió precipitadamente del local en busca de su limouisne. Se intuición le decía que algo marchaba mal.
Cuando las luces de las cámaras se apagaron de golpe y los reporteros se marcharon precipitadamente, Paris experimentó por vez primera en muchos años esa sosegada paz que nota un viandante común cuando pasea un domingo de mañana por la ciudad desierta. La Hilton inhaló un poco de aire, ahora aligerado del hedor característico de los sudorientos cámaras, en primer lugar para descartar que se tratara de un sueño, y luego porque ya necesitaba el suministro de unas pocas moléculas de oxígeno. Tras cuarenta largos minutos sin que se registrara la más mínima actividad cerebral en el interior de su cráneo pensó que algún suceso terrible habría acontecido en otro sitio de Los Ángeles para que los medios dejaran de prestarle atención. Recordó entonces que su amiga Victoria Beckham le aconsejó alguna vez no prolongar en exceso sus meditaciones porque las inevitables contracciones de los músculos faciales provocan la aparición de arrugas prematuras. Con un "Lo que cuesta la fama", dirigido a si misma, desconectó su obediente cerebro, decidida a que nada podría perturbar su exhibición matutina por las tiendas de moda.
Al entrar a la primera boutique se sorprendió aún más al notar que las dependientas no se abalanzaran sobre ella portando con fingida cortesía las más exóticas propuestas de temporada y que el resto de los clientes no le dirigiera las acostumbradas miradas de soslayo que tanto la complacían. Perdiendo la calma se atrevió a violentar una de las normas más rígidas de su premeditado estilo y evaluó sin reparos su aspecto ante un espejo cercano. Todo parecía en orden. Decidió entonces llamar a su hermana intuyendo alguna nueva jugarreta de la prensa, que de vez en vez difundía información falsa sin su consentimiento, para sacarle más dinero del que usualmente invertía en su imagen. Demoró diez veces más de lo que tardaría el mismo Stephen Hawking en tener listo el teléfono móvil, para garantizar que todos a su alrededor dispusieran del tiempo suficiente para apreciar el sofisticado diseño del aparejo. Sólo logró la respuesta de una operadora automática: "Su consumo ha sobrepasado el límite máximo permitido para cualquier tarifa inimaginable. En estos momentos usted no puede realizar ni recibir llamadas, aun cuando en el caso de estas últimas se tratara de recomendaciones publicitarias no deseadas. Por favor, evítenos el disgusto de contactar con esta compañía y espere una pronta comunicación de nuestros abogados". Paris salió precipitadamente del local en busca de su limouisne. Se intuición le decía que algo marchaba mal.
En el coche sólo encontró el manual de conducción que contenía una nota firmada con los inconfundibles trazos ilegibles de su fiel chofer de ébano, cuyos seis pies y cuatro pulgadas (de estatura) acostumbraba a exhibir orgullosa. Leyó "Hasta siempre" y lanzó con furia el libro al pavimento. Decidida a no experimentar la humillación de conducir para si mima se dispuso a buscar un taxi. Al contonearse con glamour por la acera rememoró su viejo ensueño de llegar a detener algún día el tráfico ante su dorada imagen, como hiciera en su día Marilyn Monroe en la Quinta Avenida de Nueva York.
Sin embargo, los taxistas no notaban su presencia. Una señora que aparentaba muchos más años de los que realmente tenía y sobre la que colgaba un horrible modelito, quizás más apropiado para resaltar la masculinidad de un camionero retirado, le robó el único taxi que se acercó, no sin antes autografiar las cuidadas piernas de Paris con el barro de sus botas. Blasfemando de ira usó su mayor ligereza para adelantarse a un obeso terminal que jadeaba alargando sus cortos brazos hacia el conductor que tuvo a bien detenerse. Aún así, debió soportar que en el forcejeo final el flácido abdomen del desafortunado se estregara por su trasero como una espesa capa de mantequilla se esparce sobre una tostada.
Sin poder disimular el asco que le producía el mugriento taxista, le ordenó dirigirse a su mansión en Beverly Hills, concentrándose durante el trayecto en evitar la inhalación del aire viciado de aquel antro móvil. El conductor se empeñó en reemplazar el radioreceptor inservible por su animado diálogo en un extraño dialecto, usando básicamente unas diez palabras en disímiles combinaciones. El único sonido que llegó a distinguir Paris con claridad fue "mamita", aunque ignoraba su significado. Al llegar a su destino se horrorizó al saber que el taxi no permitía abonar el pasaje con tarjetas de crédito. Se enzarzó en una discusión con el chofer, cada cual en su idioma, hasta que milagrosamente asomó por la ventana delantera la cabeza de su hermana Nicky, quien portaba el dinero en efectivo suficiente como para calmar la ira del piloto.
El lector, de mente más ágil que la Hilton, no se sorprenderá al saber que una fila de fornidos mozos conducían los bienes embargados a Paris hacia un camión aparcado en los alrededores, como acostumbramos a ver en las pelis americanas. Sin embargo, esta imagen colapsó el atiborrado cerebro de la Hilton. Su hermana la sacudía por los hombres para confirmar por medios mecánicos que la información que intentaba trasmitirle alcanzaba la parte más alta de su cabeza. Sin éxito, se esforzaba en explicarle que su abuelo las había desheredado (tal y como les había advertido hacía mucho tiempo, acusándolas de guarras e inmorales), que toda la inversión mediática que habían desplegado en los últimos años las hipotecaba ahora por cien o docientas vidas, que sus nombres habían caído estrepitosamente de las listas de popularidad y hasta en Youtube habían borrado todos los vídeos sobre sus personas alegando insuficiente espacio en los servidores.
Sin embargo, los taxistas no notaban su presencia. Una señora que aparentaba muchos más años de los que realmente tenía y sobre la que colgaba un horrible modelito, quizás más apropiado para resaltar la masculinidad de un camionero retirado, le robó el único taxi que se acercó, no sin antes autografiar las cuidadas piernas de Paris con el barro de sus botas. Blasfemando de ira usó su mayor ligereza para adelantarse a un obeso terminal que jadeaba alargando sus cortos brazos hacia el conductor que tuvo a bien detenerse. Aún así, debió soportar que en el forcejeo final el flácido abdomen del desafortunado se estregara por su trasero como una espesa capa de mantequilla se esparce sobre una tostada.
Sin poder disimular el asco que le producía el mugriento taxista, le ordenó dirigirse a su mansión en Beverly Hills, concentrándose durante el trayecto en evitar la inhalación del aire viciado de aquel antro móvil. El conductor se empeñó en reemplazar el radioreceptor inservible por su animado diálogo en un extraño dialecto, usando básicamente unas diez palabras en disímiles combinaciones. El único sonido que llegó a distinguir Paris con claridad fue "mamita", aunque ignoraba su significado. Al llegar a su destino se horrorizó al saber que el taxi no permitía abonar el pasaje con tarjetas de crédito. Se enzarzó en una discusión con el chofer, cada cual en su idioma, hasta que milagrosamente asomó por la ventana delantera la cabeza de su hermana Nicky, quien portaba el dinero en efectivo suficiente como para calmar la ira del piloto.
El lector, de mente más ágil que la Hilton, no se sorprenderá al saber que una fila de fornidos mozos conducían los bienes embargados a Paris hacia un camión aparcado en los alrededores, como acostumbramos a ver en las pelis americanas. Sin embargo, esta imagen colapsó el atiborrado cerebro de la Hilton. Su hermana la sacudía por los hombres para confirmar por medios mecánicos que la información que intentaba trasmitirle alcanzaba la parte más alta de su cabeza. Sin éxito, se esforzaba en explicarle que su abuelo las había desheredado (tal y como les había advertido hacía mucho tiempo, acusándolas de guarras e inmorales), que toda la inversión mediática que habían desplegado en los últimos años las hipotecaba ahora por cien o docientas vidas, que sus nombres habían caído estrepitosamente de las listas de popularidad y hasta en Youtube habían borrado todos los vídeos sobre sus personas alegando insuficiente espacio en los servidores.
Los meses siguientes fueron los más convulsos en la vida de Paris, que no lograba reponerse de la enorme impresión que le produjo su descenso a la vida común. Permaneció aletargada durante años, reciclando los superfluos sueños del pasado. En su mente la época de transición quedo sintetizada en una única imagen de un coro de personas que le repite: "Trabaja, trabaja, trabaja...". En algún momento ella buscó esta palabra en la lista de frases útiles de su móvil, pero nunca llegó a entender su significado. Hoy en día, ya más recuperada de la traumática experiencia, vuelve a ostentar su altivo orgullo en los túneles del metro de Los Ángeles, cuando relata sus tiempos de gloria a los desconocidos que pasan con prisa por alcanzar el próximo tren.