La señorita Mía cotilleaba animadamente por teléfono, siempre con la precaución de dejar sus piernas abiertas de par en par, cuando míster P.I. irrumpió en la oficina. Los ojos recién llegados del jefe ascendieron con libidinosa parsimonia por las extremidades desnudas de su secretaria, mientras ella se despedía de su amiga, retocaba el maquillaje y tomaba la agenda para anotar las primeras órdenes de la semana.
- Escribe una declaración de amor en mi nombre a la señora Pardo y envía luego un anónimo a su esposo, revelando que me acuesto con ella -la señorita Mía presintió que se avecinaba una nueva guerra comercial contra el señor Pardo, eterno rival de míster P.I.-. Escoge luego un ramo de flores para mi mujer. Pero no olvides añadir los narcóticos inhalables
La señorita Mía adoptó una posición cómoda para recibir la nalgada tradicional, y como cada mañana esperó a que míster P.I. se encerrara en su oficina a contemplarse las uñas en silencio.
A las once en punto, míster P.I. se dirigió con inspirada premura al prostíbulo de la calle O'Higgins. Tras hojear el catálogo minuciosamente, eligió una sesión de autorecriminaciones y llanto desconsolado. Corredores de bolsa de todo el mundo quedaron pendientes de un orgasmo que finalmente los sacara de la recesión. Aunque tampoco fue posible esta vez.
De regreso al rascacielos que alberga su emporio, míster P.I. dejó escapar un bostezo que desencadenó el pavor entre los seis mil empleados apretujados dentro del edificio. El magnate escuchó animado el trote desesperado por los pasillos y la taquicardia de las máquinas de fax. Por fortuna, el presidente del Gobierno se disculpó personalmente por el incidente, que no trajo mayores consecuencias. Míster P.I. tomó entonces su cuaderno verde para planificar el siguiente fin de semana.
- Escribe una declaración de amor en mi nombre a la señora Pardo y envía luego un anónimo a su esposo, revelando que me acuesto con ella -la señorita Mía presintió que se avecinaba una nueva guerra comercial contra el señor Pardo, eterno rival de míster P.I.-. Escoge luego un ramo de flores para mi mujer. Pero no olvides añadir los narcóticos inhalables
La señorita Mía adoptó una posición cómoda para recibir la nalgada tradicional, y como cada mañana esperó a que míster P.I. se encerrara en su oficina a contemplarse las uñas en silencio.
A las once en punto, míster P.I. se dirigió con inspirada premura al prostíbulo de la calle O'Higgins. Tras hojear el catálogo minuciosamente, eligió una sesión de autorecriminaciones y llanto desconsolado. Corredores de bolsa de todo el mundo quedaron pendientes de un orgasmo que finalmente los sacara de la recesión. Aunque tampoco fue posible esta vez.
De regreso al rascacielos que alberga su emporio, míster P.I. dejó escapar un bostezo que desencadenó el pavor entre los seis mil empleados apretujados dentro del edificio. El magnate escuchó animado el trote desesperado por los pasillos y la taquicardia de las máquinas de fax. Por fortuna, el presidente del Gobierno se disculpó personalmente por el incidente, que no trajo mayores consecuencias. Míster P.I. tomó entonces su cuaderno verde para planificar el siguiente fin de semana.