Me acerqué al improvisado quiosco en busca de una cerveza fresca. Tenía la garganta seca y me atormentaba el bullicio del gentío a mi alrededor. Cinco años atrás hubiera pasado la mañana en el Rastro sin beber ni agua. Pero la sedentaria vida en las colas de la Seguridad Social han reblandecido mi cuerpo. Espanté la avalancha de pensamientos que suelen deambular por la mente para prestar atención a la conversación de los parroquianos agrupados junto a la barra del bar; atento a pistas comerciales que guiaran por buen camino mis inversiones. Para no llamar la atención usé de cobertura un periódico arrugado en una esquina del puesto. La mancha multicolor en su portada, lograda por la superposición espontánea de salsas de tonalidades diversas, como en la paleta de un pintor, trajo a mi recuerdo las travesuras matinales de mis hijos.
El avezado camarero se apresuró a cobrar antes que el primer trago de cerveza pasara por mi garganta. Al hurgar en el bolsillo de las monedas hallé las apuestas de la Primitiva del sábado, que había olvidado chequear cuando concluí el desayuno. Pagué al mozo y esperé el tiempo prudencial para que dejara de prestarme atención. Le ayudé desviando mi vista hacia el animado público. La gente regateaba poseída por el espíritu del mercado. Adoro el ambiente internacional del Rastro, donde moros, orientales, africanos, europeos falsos del este y verdaderos de occidente, de todas las etnias, se baten a viva voz para que sus pregones sobresalgan sobre la algarabía generalizada. Sonreí, al descubrir entre la muchedumbre actitudes similares a la mía. A pesar de los años de ausencia, había bastado un minuto de recorrido entre las improvisadas tarimas del mercadillo para desperezar mi olfato de corredor de bolsa. Miré de soslayo al camarero, que fregaba distraído unos vasos, y extraje del bolsillo el raído recibo que coloqué con discreción sobre la página de resultados de los sorteos de la lotería del día anterior. La primera cifra, un siete, coincidía con el número en mi boleta, la segunda coincidencia aceleró peligrosamente el ritmo de mi corazón, y la amplitud de los latidos aumentó con cada nuevo acierto. ¡Había ganado! La prudencia dificultó el conteo de los ceros del premio. Levanté la cabeza mostrando al mundo la cara de infelicidad que empleo durante mi jornada laboral, mientras imaginaba los saltos de alegría en la intimidad.
-¿Hubo suerte? -me interpeló el camarero, al que creía ajeno a mis asuntos.
-Nada, como siempre -mentí sin mirarle, para ganar tiempo.
El sobresalto ocasionado por la intempestiva pregunta me impidió ocultar la turbación. Temí por la suerte que podía correr entre un mar de gente capaz de todo por ahorrarse un euro. Los parroquianos habían dejado de hablar entre ellos y me miraban. Doblé con cuidad el periódico, lo dejé en su sitio y me dirigí a la salida, en busca de un lugar seguro. En mi huida noté que el Rastro se había extendido como una hiedra durante el pasado lustro. Numerosos conocidos aparecían ahora entre el público, como por arte de magia, algunos me mostraban emocionados sus compras, por fortuna otros intentaron pasar desapercibidos. Hasta los vendedores me resultaban familiares. Perdido entre la gente, en un pequeño claro de la selva de carpas, descubrí un modesto puesto de venta de esclavos. A pesar de la prisa, me detuve a contemplar cuanto se había deteriorado el comercio de hombres. En una tarima se amontonaban unos pobres desgraciados que no pudieron pagar su hipoteca al banco y algunos obreros de la construcción sin papeles. La presentación de la mercancía era realmente deplorable. Sentí pesar ante el naufragio de un negocio que antaño había sido tan próspero.
Sólo cuando finalmente estuve a salvo, caminando por una calle desierta, recordé a mi esposa, siempre atareada y nerviosa, pilar de nuestro familia y sostén de nuestro matrimonio. Su nítido recuerdo me empujó a un bar cercano. Cuando logré despertar, a la mañana siguiente, mi mujer y los niños ya se habían marchado. Esta vez para siempre, aseguraba la nota colgada en la puerta de la nevera vacía. ¿Qué habrá ocurrido?, me interrogué a profundidad sin encontrar respuesta. Un temor sacudió entonces mi cuerpo al recordar la boleta. Afortunadamente seguía intacta en el bolsillo. Mi vida merece una nueva oportunidad, pensé antes de salir a cobrar el premio.
El avezado camarero se apresuró a cobrar antes que el primer trago de cerveza pasara por mi garganta. Al hurgar en el bolsillo de las monedas hallé las apuestas de la Primitiva del sábado, que había olvidado chequear cuando concluí el desayuno. Pagué al mozo y esperé el tiempo prudencial para que dejara de prestarme atención. Le ayudé desviando mi vista hacia el animado público. La gente regateaba poseída por el espíritu del mercado. Adoro el ambiente internacional del Rastro, donde moros, orientales, africanos, europeos falsos del este y verdaderos de occidente, de todas las etnias, se baten a viva voz para que sus pregones sobresalgan sobre la algarabía generalizada. Sonreí, al descubrir entre la muchedumbre actitudes similares a la mía. A pesar de los años de ausencia, había bastado un minuto de recorrido entre las improvisadas tarimas del mercadillo para desperezar mi olfato de corredor de bolsa. Miré de soslayo al camarero, que fregaba distraído unos vasos, y extraje del bolsillo el raído recibo que coloqué con discreción sobre la página de resultados de los sorteos de la lotería del día anterior. La primera cifra, un siete, coincidía con el número en mi boleta, la segunda coincidencia aceleró peligrosamente el ritmo de mi corazón, y la amplitud de los latidos aumentó con cada nuevo acierto. ¡Había ganado! La prudencia dificultó el conteo de los ceros del premio. Levanté la cabeza mostrando al mundo la cara de infelicidad que empleo durante mi jornada laboral, mientras imaginaba los saltos de alegría en la intimidad.
-¿Hubo suerte? -me interpeló el camarero, al que creía ajeno a mis asuntos.
-Nada, como siempre -mentí sin mirarle, para ganar tiempo.
El sobresalto ocasionado por la intempestiva pregunta me impidió ocultar la turbación. Temí por la suerte que podía correr entre un mar de gente capaz de todo por ahorrarse un euro. Los parroquianos habían dejado de hablar entre ellos y me miraban. Doblé con cuidad el periódico, lo dejé en su sitio y me dirigí a la salida, en busca de un lugar seguro. En mi huida noté que el Rastro se había extendido como una hiedra durante el pasado lustro. Numerosos conocidos aparecían ahora entre el público, como por arte de magia, algunos me mostraban emocionados sus compras, por fortuna otros intentaron pasar desapercibidos. Hasta los vendedores me resultaban familiares. Perdido entre la gente, en un pequeño claro de la selva de carpas, descubrí un modesto puesto de venta de esclavos. A pesar de la prisa, me detuve a contemplar cuanto se había deteriorado el comercio de hombres. En una tarima se amontonaban unos pobres desgraciados que no pudieron pagar su hipoteca al banco y algunos obreros de la construcción sin papeles. La presentación de la mercancía era realmente deplorable. Sentí pesar ante el naufragio de un negocio que antaño había sido tan próspero.
Sólo cuando finalmente estuve a salvo, caminando por una calle desierta, recordé a mi esposa, siempre atareada y nerviosa, pilar de nuestro familia y sostén de nuestro matrimonio. Su nítido recuerdo me empujó a un bar cercano. Cuando logré despertar, a la mañana siguiente, mi mujer y los niños ya se habían marchado. Esta vez para siempre, aseguraba la nota colgada en la puerta de la nevera vacía. ¿Qué habrá ocurrido?, me interrogué a profundidad sin encontrar respuesta. Un temor sacudió entonces mi cuerpo al recordar la boleta. Afortunadamente seguía intacta en el bolsillo. Mi vida merece una nueva oportunidad, pensé antes de salir a cobrar el premio.
1 opiniones inteligentes:
jajajajaa Y dicen que el dinero no da la felicidad, pero ¡jodó!, que bien se ven las cosas cuando lo hay
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