Inocencio fue el único acusado. Le imputaron un crimen pasional. Meses atrás, la seguridad personal de Angélica había alertado a la policía sobre la existencia de las cartas anónimas. Las esposas de los oficiales, prendidas de los excesos eróticos de las misivas, instaron a sus maridos a seguir las pistas hasta localizar al autor. Pero los agentes llegaron demasiado tarde. La juez, otra fan del epistolario, ordenó a Inocencio consagrar el próximo lustro al desarrollo de su talento literario, instalado en una cómoda prisión estatal recién inaugurada.
Los años pasaron de prisa en la cárcel. Allí encontró los primeros amigos de su vida. Algunos eran fraternales en exceso, otros de humanidad más bien deficiente, pero todos anteponían la diversión común a cualquier otro interés, aún a riesgo de la salud de los objetos de las bromas. El mundo exterior pronto olvidó a Angélica, pese a la tenaz resistencia de Inocencio, consagrado por entero a escribir una pormenorizada biografía de su amor. Desafortunadamente, las editoriales no supieron corresponder a estos esfuerzos. Las cartas, con los anagramas de renombradas casas editoras, alabaron el libro como un clásico contemporáneo, dotado de una gramática propia y una ortografía tan sugerente que rebasaba todos los cánones modernos. Los editores se deshicieron en disculpas por no tener valor para cometer el sacrilegio de publicar una sola página de aquel futuro suceso literario, sin poder mostrar a la crítica voraz el certificado de defunción del autor, debidamente compulsado, requisito mínimo en tales casos. Inocencio sintió que Angélica moría otra vez. Su muerte me arrebató de un sólo golpe el pasado y el futuro, concluyó Inocencio cuando finalmente las puertas del penal se abrieron ante él.
Dentro de la pantalla del televisor gigante se descubrió a él mismo vagando en libertad. Enajenado en sus pensamientos paseaba por un barrio obrero en plena ebullición matutina. Su lento andar entorpecía el flujo de los atareados empleados, que se veían obligados a contornear su delgada figura haciendo equilibrios con las mercancías sobre sus hombros. Entró al bar "La mora Leja" y se detuvo largamente ante el cartel con las ofertas rutinarias en cualquier establecimiento de este tipo. Estudió con meticulosidad la lista, sin prestar atención al empleado, desesperado porque el primer cliente de la mañana aún no había aparecido. Pero Inocencio salió del establecimiento sin acercarse siquiera a la barra. Esa abundancia de tiempo irritaba a su paso por el suburbio. Al verse indeciso en la pantalla, mirando a izquierda y derecha, reconoció la callejuela desde donde se precipitó a su estado actual. La cámara estaba a punto de mostrar a los responsables. ¿Serán ellos?, se preguntó.
A la salida de la cárcel, se había propuesto llevar hasta el final la investigación del asesinato de Angélica. Sabía que el precio podría ser su propia vida, porque los verdaderos culpables harían lo imposible por acallar su voz. La cámara ascendió lentamente por la roída pared exterior del edificio de ladrillos hasta detenerse en el balcón del sexto piso. Sobre la barandilla se amontonaban macetas con coloridas flores. Las puertas abiertas descubrían una habitación modesta. En su interior, dos niños de largas melenas rubias, vestidos sólo con su ropa interior, sin camisa, forcejeaban sobre una cama cubierta por un sábana blanca, único mueble visible en la pieza. El menor de los críos logró desprenderse del otro y corrió hacia el balcón. Es una niña, dijo Inocencio al divisar la típica braga infantil. El perseguidor la alcanzó junto a la barandilla. Ella rozó la maceta de margaritas blancas, que cayó al vacío. Los niños continuaron su juego sin percatarse del accidente. Inocencio pudo seguir la trayectoria de las flores hasta su cabeza. Unos niños inocentes, pensó, curioso infierno.
Su pensamiento hizo desaparecer las imágenes en la pantalla. Desde la profunda oscuridad surgió un payaso sentado en una silla de madera, cabizbajo, iluminado por una débil luz lateral. El payaso levantó la cabeza y le dijo a Inocencio: Lo triste del infierno es que dura menos que la vida. Te concedemos un postrer deseo, ¿qué prefieres, recordar un instante de tu pasado o abrir los ojos al cielo por última vez? Abrir los ojos, respondió Inocencio usando el viejo truco de seleccionar la segunda opción, más fácil de recordar. La imagen desapareció y regresó la oscuridad a la pantalla. Era yo vestido de payaso, comprendió justo antes de despegar los párpados. Se asombró al descubrir a los transeúntes ocasionales que se acumulaban curiosos a su alrededor. Entonces murió.
FIN.