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NOTICIAS TUNEADAS

Margaritas blancas. III - El regreso.


28 noviembre 2008

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I. El golpe.
II. Angélica.
III. El regreso.

Inocencio fue el único acusado. Le imputaron un crimen pasional. Meses atrás, la seguridad personal de Angélica había alertado a la policía sobre la existencia de las cartas anónimas. Las esposas de los oficiales, prendidas de los excesos eróticos de las misivas, instaron a sus maridos a seguir las pistas hasta localizar al autor. Pero los agentes llegaron demasiado tarde. La juez, otra fan del epistolario, ordenó a Inocencio consagrar el próximo lustro al desarrollo de su talento literario, instalado en una cómoda prisión estatal recién inaugurada.

Los años pasaron de prisa en la cárcel. Allí encontró los primeros amigos de su vida. Algunos eran fraternales en exceso, otros de humanidad más bien deficiente, pero todos anteponían la diversión común a cualquier otro interés, aún a riesgo de la salud de los objetos de las bromas. El mundo exterior pronto olvidó a Angélica, pese a la tenaz resistencia de Inocencio, consagrado por entero a escribir una pormenorizada biografía de su amor. Desafortunadamente, las editoriales no supieron corresponder a estos esfuerzos. Las cartas, con los anagramas de renombradas casas editoras, alabaron el libro como un clásico contemporáneo, dotado de una gramática propia y una ortografía tan sugerente que rebasaba todos los cánones modernos. Los editores se deshicieron en disculpas por no tener valor para cometer el sacrilegio de publicar una sola página de aquel futuro suceso literario, sin poder mostrar a la crítica voraz el certificado de defunción del autor, debidamente compulsado, requisito mínimo en tales casos. Inocencio sintió que Angélica moría otra vez. Su muerte me arrebató de un sólo golpe el pasado y el futuro, concluyó Inocencio cuando finalmente las puertas del penal se abrieron ante él.

Dentro de la pantalla del televisor gigante se descubrió a él mismo vagando en libertad. Enajenado en sus pensamientos paseaba por un barrio obrero en plena ebullición matutina. Su lento andar entorpecía el flujo de los atareados empleados, que se veían obligados a contornear su delgada figura haciendo equilibrios con las mercancías sobre sus hombros. Entró al bar "La mora Leja" y se detuvo largamente ante el cartel con las ofertas rutinarias en cualquier establecimiento de este tipo. Estudió con meticulosidad la lista, sin prestar atención al empleado, desesperado porque el primer cliente de la mañana aún no había aparecido. Pero Inocencio salió del establecimiento sin acercarse siquiera a la barra. Esa abundancia de tiempo irritaba a su paso por el suburbio. Al verse indeciso en la pantalla, mirando a izquierda y derecha, reconoció la callejuela desde donde se precipitó a su estado actual. La cámara estaba a punto de mostrar a los responsables. ¿Serán ellos?, se preguntó.

A la salida de la cárcel, se había propuesto llevar hasta el final la investigación del asesinato de Angélica. Sabía que el precio podría ser su propia vida, porque los verdaderos culpables harían lo imposible por acallar su voz. La cámara ascendió lentamente por la roída pared exterior del edificio de ladrillos hasta detenerse en el balcón del sexto piso. Sobre la barandilla se amontonaban macetas con coloridas flores. Las puertas abiertas descubrían una habitación modesta. En su interior, dos niños de largas melenas rubias, vestidos sólo con su ropa interior, sin camisa, forcejeaban sobre una cama cubierta por un sábana blanca, único mueble visible en la pieza. El menor de los críos logró desprenderse del otro y corrió hacia el balcón. Es una niña, dijo Inocencio al divisar la típica braga infantil. El perseguidor la alcanzó junto a la barandilla. Ella rozó la maceta de margaritas blancas, que cayó al vacío. Los niños continuaron su juego sin percatarse del accidente. Inocencio pudo seguir la trayectoria de las flores hasta su cabeza. Unos niños inocentes, pensó, curioso infierno.

Su pensamiento hizo desaparecer las imágenes en la pantalla. Desde la profunda oscuridad surgió un payaso sentado en una silla de madera, cabizbajo, iluminado por una débil luz lateral. El payaso levantó la cabeza y le dijo a Inocencio: Lo triste del infierno es que dura menos que la vida. Te concedemos un postrer deseo, ¿qué prefieres, recordar un instante de tu pasado o abrir los ojos al cielo por última vez? Abrir los ojos, respondió Inocencio usando el viejo truco de seleccionar la segunda opción, más fácil de recordar. La imagen desapareció y regresó la oscuridad a la pantalla. Era yo vestido de payaso, comprendió justo antes de despegar los párpados. Se asombró al descubrir a los transeúntes ocasionales que se acumulaban curiosos a su alrededor. Entonces murió.

FIN.



Margaritas blancas. II - Angélica.


26 noviembre 2008

« sin comentarios»

II. Angélica.

La muchacha permitió que la cámara recorriera su cuerpo, desde la traviesa coleta hasta los zapatos negros. Esperó paciente a que ascendiera de regreso, con paradas frecuentes en las largas medias, la extensa falda de pliegues, la blusa arremolinada en la cintura, el corte simple de donde surgía esbelto el cuello. Cuando la lente estuvo a la altura de su rostro, acercó los labios para decir: Sé que le gusto, pero no daré yo el primer paso. Y clavó en Inocencio sus inmensas pupilas negras. ¿Se tratará de una burla o de una terrible puesta en escena?, pensó el chico, intuyendo estupefacto. que se refería a él. Llegó a dudar incluso si presenciaba el espectáculo de su propio infierno o el de Angélica. El amor de Inocencio era parco, como él mismo. Se incomunicaba con ayuda de la mirada hipnótica y la boca entreabierta. La misma expresión describía todos sus estados de ánimo. Era difícil predecir lo que estaba pensando. No puede ser, no puede ser, repetía conocedor de sus capacidades. El celebrado romance entre Angélica y Perfecto Prieto era una prueba tangible de que no podía estar muy alejado de la verdad. El pasado real niega esta historia infernal, pensó, y otra vez notó que podía modificar el curso de la narración. La plaza de pueblo se transformó en un modesto estudio, donde un joven de pelo ensortijado descansaba la frente abatida sobre las palmas de las manos, los codos se apoyaban sobre el escritorio. La cámara se acercó lo suficiente para mostrar el perfil infantil de Perfecto Prieto, luego enfocó la mesa. En una hoja de papel aparecía mil veces escrita y mil veces tachada la misma palabra: Inocencio. ¡Atiza!, exclamó el aludido.

Las fidedignas pruebas de amor por él, que Angélica y Perfecto Prieto derrocharon durante interminables minutos de transmisión, engrosaban la perplejidad de Inocencio. Hechos bien conocidos tomaban un inesperado cariz. La sorpresiva ruptura de la pareja volvió a helar sus sangre, no por las histéricas esperanzas que anidaron entonces en los más hondo de su corazón, sino al escuchar a los enamorados confesar sus verdaderas pasiones. Se sintió utilizado e íntimamente ofendido por aquellas personas, ante las que jamás había pasado de un saludo cortés, y que se tomaron la licencia de disputar su cariño sin contar para nada con sus sentimientos.

El odio que nació entre Angélica y Perfecto Prieto tras la separación sólo se extinguió con la muerte de ambos. El rencor también dividió a los que les rodeaban. Los decididos adversarios lideraron pandillas rivales, que se convirtieron en azote de los modestos comercios e hicieron soñar a la muchachada local. El fluido tráfico de mercancías, consideradas ilegales en la época, anegó la villa en una repentina prosperidad, donde fue difícil disimular las embarazosas lacras que acompañan al progreso. Cuando años más tarde, los contendientes alcanzaron la cima de un violento equilibrio en el control de influencias y puntos de ventas de droga, cuando parecía que se había cumplido el destino reservado a ellos y sólo restaba la misión, casi burocrática, de repetir los consabidos actos violentos hasta el fin de sus días, la ciudad despertó conmocionada con el fatal accidente de Perfecto Prieto. El indomable ganster había estrellado su moto contra el eucalipto blanco, que por misteriosas razones creció frente a la casa de Inocencio.

El presunto difunto apenas rebasaba en cuatro o cinco veces la tasa de alcohol permitida, se apresuró a declarar el jefe de la policía municipal. El agente consideraba propio de maricas conducir sin multiplicar, al menos por diez, la mojigata tasa, pero prefirió callar hasta desvelar los verdaderos motivos de la muerte.

Angélica sorprendió a sus hombres, y a toda la comarca, cuando renunció al control absoluto de la mafia local. Tras la muerte de Perfecto Prieto se marchó a probar fortuna como actriz porno, profesión entonces en auge, aunque no gozaba aún del respeto que se le depara hoy en día. Para sus vecinos la vieja herida de amor nunca había cicatrizado. Y no les faltaba razón.

La fama de Angélica se propagó con rapidez gracias a su habilidad para conciliar sentidas interpretaciones eróticas, en el ámbito profesional, con sonados escándalos personales. Conocida por todos, admirada por pocos, utilizó cada gramo de celebridad en beneficio de su arte. T.B., director de un importante estudio de grabaciones, descubrió su talento musical la calurosa tarde de verano en la que compartieron ducha en un discreto hotel capitalino. Angélica sacó su primer disco del corazón, como ella misma diría, o si lo prefieren, del escote, como observó asombrado el público asistente al glamuroso interviú, generosamente financiada para dar informaciones de primera mano sobre las apetencias sexuales de un distinguido banquero. Fue mayúscula la indignación de los presentadores del show ante la evidente violación del programa pactado para la entrevista. Angélica no se amedrentó. Ante cada objeción se defendió con un desparpajo inusual en un principiante. Desde entonces el éxito no la abandonó. Unos meses más tarde, M.LL., conocido productor de cine, quedó extasiado con sus dotes histriónicas durante la representación de un espectacular orgasmo múltiple en un refinado baño para señoras, frecuentado por la flor y nata de la industria cinematográfica nacional. Guiada por la diestra mano de M.LL llegaron a definirla como vedette.

Inocencio coleccionó sus discos, asistió decenas de veces a la proyección de cada una de sus películas, guardó hasta los más insignificantes recortes de prensa; fue su más rendido admirador, y al mismo tiempo su más despiadado crítico: exigía la perfección. Desde entonces se aficionó a enviarle diariamente una carta anónima. Angélica nunca las leyó, pero llegó a echar de menos los sobres perfumados las pocas noches que no pudo arrojarlos al fuego. Porque la actriz ser tornaba en una criatura frágil e indefensa cuando se apagaban las luces del escenario, la sonrisa se desfiguraba en una mueca de apatía, el tedio empañaba los nuevos proyectos apenas iniciados. Ninguna de las experiencias vividas llegó a transformar su alma de adolescente enamorada. Cómo explicar sino el súbito apego de Angélica a las causas benéficas y los proyectos sociales. Inocencio, ferviente espectador pasivo, volvía a disfrutar de su entrega gracias a las fotos que se sucedían en la pantalla. Qué placer verla otra vez encadenada a cuanta secoya pretendieran cortar, su cuerpo desnudo cubierto con las ramas del árbol en peligro, o haciendo el amor a un toro en el centro de un ruedo, o manifestándose por el derecho de los menores a espiar a los padres, o defendiendo el consumo de drogas como una variante suave de la eutanasia. Su reputación aumentó por días, sus seguidores se multiplicaron por miles. Al cabo de un par de años, Angélica abandonó la vida artística para fundar su propio partido, alejado de todos los convencionalismos sociales y, según sus detractores, alejado de todo sentido común. Angélica e Inocencio asistieron desde entonces a los mítines de la nueva plataforma política. Ella adornaba la tribuna y con sus discursos encendía la pasión de la plebe. Él aplaudía emocionado. Jamás se encontraron.

Inocencio temió por la vida de Angélica desde el primer minuto de su carrera política. Profunda conocedora de la clase dirigente de su época, con la que había departido cara a cara en la intimidad de su alcoba, solía juzgar a sus adversarios en pulgadas. Estos tomaron como un asunto personal el sensual estilo de oposición y no dudaron en declarar abiertamente su enemistad. La lista de enemigos peligrosos llegó a estar honrada con las personalidades más emblemáticas del panorama político nacional. Curtida desde joven en el peligro, Angélica conducía aún su existencia con el desenfado propio de una chica de pandillas. Inocencio temblaba por ella. Para salvarla renunció al único alivio de su espíritu: las cartas de amor. Muy a su pesar, plagó de amenazas los mensajes anónimos y prometió exóticas muertes que él mismo temía. El pavor que sintió, o quizá el morbo de las misivas, desencadenó la narración de sus refrenados apetitos sexuales. Con los ojos llenos de lágrimas contemplaba ahora en la pantalla como Angélica leía extasiada sus cartas, por primera vez. A pesar de sus esfuerzos, se cumplieron los peores vaticinios, una jeringa envenenada detuvo para siempre el corazón de su musa.

III. El regreso.



Margaritas blancas. I - El golpe.


24 noviembre 2008

« 2 comentarios»


Inocencio miró calle arriba y calle abajo, sin saber a dónde dirigirse. Absorto en esta trascendental meditación, atrajo la atención de la maceta de margaritas blancas que caía desde el sexto piso. Las flores concedieron numerosas oportunidades al desconocido: intentaron retrasar el inevitable descenso aferrando sus delicados pétalos a las ráfagas de aire que ascendían, y con el fin de desviar su trayectoria, fingieron tropezar con los rebordes que sobresalían de la pared de ladrillos. Tanto se obcecó Inocencio en su inmovilidad frente a la puerta del bar, que las cándidas margaritas se vieron obligadas a frenar la caída en su incipiente calva. El alelado cerebro no comprendió lo sucedido. Al notar la rotunda oscuridad que inundó la clara mañana de verano, el juicioso órgano, en su afán por disimular la ignorancia de los hechos y para no poner en evidencia su incompetencia a tan alto cargo a nivel corporal, ordenó que un potente chorro de líquido caliente corriera por la pernera del pantalón, calmando al cuerpo asustado, como acostumbraba años atrás, durante la infancia, cuando apagaban la luz de la habitación.

Aún presa del momentáneo éxtasis, tendido boca arriba, contemplaba embelesado como una nube de pétalos luminosos descendía sobre él, cual hojas de otoño. Cuando estaban casi sobre su rostro, descubrió divertido que los supuestos pétalos eran en realidad un ejército de calcetines luminosos que se precipitaban sobre su cuerpo tumbado y se apagaban al tocarlo. Las medias resultaban extrañamente familiares para Inocencio. Intuía que todas ellas habían desaparecido misteriosamente a lo largo de su vida, y regresaban ahora como una radiante retrospectiva de los años pasados. Al chaparrón textil, siguió otro de pinzas para tender la ropa, formularios rellenos con letra de imprenta mayúscula, discos que le harían ruborizar si los mostrara en público, y hasta viejas revistas de comics, en búsqueda y captura hacía más de dos décadas. Cuando cesó la lluvia, yacía cubierto por una montaña de objetos reencontrados, sin poder ni querer moverse. A lo lejos se veían algunos relámpagos. Uno de los ellos, prefirió aumentar contra natura su tamaño y luminosidad hasta transformarse en una gigantesca pantalla de televisión cuyo borde se confundía con el oscuro cielo. Como si hubieran leído mi pensamiento, se sorprendió Inocencio.

En la pantalla apareció una multitud de personas que huían despavoridas, con el terror reflejado en sus rostros. Inocencio, disciplinado televidente y aficionado a las manifestaciones que retransmiten en el telediario, se esforzaba en descubrir caras conocidas entre la gente. De pronto una sombra se posó sobre la muchedumbre, le precedía un ruido ensordecedor, similar al del motor de una avioneta, que se impuso sobre el general griterío. Los aterrados seres se llevaba las manos a la cabeza para intentar protegerse de un previsible impacto. Sobre el gentío aterrizó un inmenso cartel que rezaba: "Bienvenido" al infierno. No parece latín, sentenció Inocencio al reconocer una lengua tan poco infernal. Por un instante se hizo un silencio sepulcral.

Del lado oscuro, una voz femenina, que se identificó como Teleffonika, comenzó a ofrecer insistentemente a Inocencio la comunicación con un ser querido a cambio del 25% de su alma, durante el primer minuto. A diferencia de las recomendaciones comerciales habituales, el mismo mensaje era repetido hasta la saciedad, usando técnicas publicitarias tan variopintas que pasaban de la risa al llanto, sin descuidar cualquier posible estado de ánimo intermedio. Inocencio estuvo tentado a aceptar la oferta, aunque sospechaba de la naturaleza de aquel trueque, por no estar muy seguro de la cotización de su ánima en esos momentos.

Con la fe indemne de un avezado televidente, aguardó paciente algún cambio. Afortunadamente, amainó la información publicitaria cuando la anunciante comprendió que no podría quebrar la impasible voluntad del solitario espectador. El nuevo programa mostraba a un grupo de adolescentes aireando trivialidades en una plaza de pueblo. Inocencio disfrutaba su sobreactuación, nítida y desfasada, propia de una serie matinal. Una voz sobresalió entre la algarabía llamando a Angélica. Inocencio se percató entonces de que conocía a esas jóvenes desde años atrás, cuando comenzó a asistir al Instituto. La dulce respuesta de la chica interpelada iluminó su rostro y, a la par que la cámara, su mente enfocó la bella cara, hasta traerla al primer plano de los recuerdos y de la pantalla. Angélica, murmuró Inocencio con la misma platónica ilusión de años atrás.

II. Angélica.


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Based on a work at Minima Black de Douglas Bowman para Blogger.