II. Angélica.
La muchacha permitió que la cámara recorriera su cuerpo, desde la traviesa coleta hasta los zapatos negros. Esperó paciente a que ascendiera de regreso, con paradas frecuentes en las largas medias, la extensa falda de pliegues, la blusa arremolinada en la cintura, el corte simple de donde surgía esbelto el cuello. Cuando la lente estuvo a la altura de su rostro, acercó los labios para decir: Sé que le gusto, pero no daré yo el primer paso. Y clavó en Inocencio sus inmensas pupilas negras. ¿Se tratará de una burla o de una terrible puesta en escena?, pensó el chico, intuyendo estupefacto. que se refería a él. Llegó a dudar incluso si presenciaba el espectáculo de su propio infierno o el de Angélica. El amor de Inocencio era parco, como él mismo. Se incomunicaba con ayuda de la mirada hipnótica y la boca entreabierta. La misma expresión describía todos sus estados de ánimo. Era difícil predecir lo que estaba pensando. No puede ser, no puede ser, repetía conocedor de sus capacidades. El celebrado romance entre Angélica y Perfecto Prieto era una prueba tangible de que no podía estar muy alejado de la verdad. El pasado real niega esta historia infernal, pensó, y otra vez notó que podía modificar el curso de la narración. La plaza de pueblo se transformó en un modesto estudio, donde un joven de pelo ensortijado descansaba la frente abatida sobre las palmas de las manos, los codos se apoyaban sobre el escritorio. La cámara se acercó lo suficiente para mostrar el perfil infantil de Perfecto Prieto, luego enfocó la mesa. En una hoja de papel aparecía mil veces escrita y mil veces tachada la misma palabra: Inocencio. ¡Atiza!, exclamó el aludido.
Las fidedignas pruebas de amor por él, que Angélica y Perfecto Prieto derrocharon durante interminables minutos de transmisión, engrosaban la perplejidad de Inocencio. Hechos bien conocidos tomaban un inesperado cariz. La sorpresiva ruptura de la pareja volvió a helar sus sangre, no por las histéricas esperanzas que anidaron entonces en los más hondo de su corazón, sino al escuchar a los enamorados confesar sus verdaderas pasiones. Se sintió utilizado e íntimamente ofendido por aquellas personas, ante las que jamás había pasado de un saludo cortés, y que se tomaron la licencia de disputar su cariño sin contar para nada con sus sentimientos.
El odio que nació entre Angélica y Perfecto Prieto tras la separación sólo se extinguió con la muerte de ambos. El rencor también dividió a los que les rodeaban. Los decididos adversarios lideraron pandillas rivales, que se convirtieron en azote de los modestos comercios e hicieron soñar a la muchachada local. El fluido tráfico de mercancías, consideradas ilegales en la época, anegó la villa en una repentina prosperidad, donde fue difícil disimular las embarazosas lacras que acompañan al progreso. Cuando años más tarde, los contendientes alcanzaron la cima de un violento equilibrio en el control de influencias y puntos de ventas de droga, cuando parecía que se había cumplido el destino reservado a ellos y sólo restaba la misión, casi burocrática, de repetir los consabidos actos violentos hasta el fin de sus días, la ciudad despertó conmocionada con el fatal accidente de Perfecto Prieto. El indomable ganster había estrellado su moto contra el eucalipto blanco, que por misteriosas razones creció frente a la casa de Inocencio.
El presunto difunto apenas rebasaba en cuatro o cinco veces la tasa de alcohol permitida, se apresuró a declarar el jefe de la policía municipal. El agente consideraba propio de maricas conducir sin multiplicar, al menos por diez, la mojigata tasa, pero prefirió callar hasta desvelar los verdaderos motivos de la muerte.
Angélica sorprendió a sus hombres, y a toda la comarca, cuando renunció al control absoluto de la mafia local. Tras la muerte de Perfecto Prieto se marchó a probar fortuna como actriz porno, profesión entonces en auge, aunque no gozaba aún del respeto que se le depara hoy en día. Para sus vecinos la vieja herida de amor nunca había cicatrizado. Y no les faltaba razón.
La fama de Angélica se propagó con rapidez gracias a su habilidad para conciliar sentidas interpretaciones eróticas, en el ámbito profesional, con sonados escándalos personales. Conocida por todos, admirada por pocos, utilizó cada gramo de celebridad en beneficio de su arte. T.B., director de un importante estudio de grabaciones, descubrió su talento musical la calurosa tarde de verano en la que compartieron ducha en un discreto hotel capitalino. Angélica sacó su primer disco del corazón, como ella misma diría, o si lo prefieren, del escote, como observó asombrado el público asistente al glamuroso interviú, generosamente financiada para dar informaciones de primera mano sobre las apetencias sexuales de un distinguido banquero. Fue mayúscula la indignación de los presentadores del show ante la evidente violación del programa pactado para la entrevista. Angélica no se amedrentó. Ante cada objeción se defendió con un desparpajo inusual en un principiante. Desde entonces el éxito no la abandonó. Unos meses más tarde, M.LL., conocido productor de cine, quedó extasiado con sus dotes histriónicas durante la representación de un espectacular orgasmo múltiple en un refinado baño para señoras, frecuentado por la flor y nata de la industria cinematográfica nacional. Guiada por la diestra mano de M.LL llegaron a definirla como vedette.
Inocencio coleccionó sus discos, asistió decenas de veces a la proyección de cada una de sus películas, guardó hasta los más insignificantes recortes de prensa; fue su más rendido admirador, y al mismo tiempo su más despiadado crítico: exigía la perfección. Desde entonces se aficionó a enviarle diariamente una carta anónima. Angélica nunca las leyó, pero llegó a echar de menos los sobres perfumados las pocas noches que no pudo arrojarlos al fuego. Porque la actriz ser tornaba en una criatura frágil e indefensa cuando se apagaban las luces del escenario, la sonrisa se desfiguraba en una mueca de apatía, el tedio empañaba los nuevos proyectos apenas iniciados. Ninguna de las experiencias vividas llegó a transformar su alma de adolescente enamorada. Cómo explicar sino el súbito apego de Angélica a las causas benéficas y los proyectos sociales. Inocencio, ferviente espectador pasivo, volvía a disfrutar de su entrega gracias a las fotos que se sucedían en la pantalla. Qué placer verla otra vez encadenada a cuanta secoya pretendieran cortar, su cuerpo desnudo cubierto con las ramas del árbol en peligro, o haciendo el amor a un toro en el centro de un ruedo, o manifestándose por el derecho de los menores a espiar a los padres, o defendiendo el consumo de drogas como una variante suave de la eutanasia. Su reputación aumentó por días, sus seguidores se multiplicaron por miles. Al cabo de un par de años, Angélica abandonó la vida artística para fundar su propio partido, alejado de todos los convencionalismos sociales y, según sus detractores, alejado de todo sentido común. Angélica e Inocencio asistieron desde entonces a los mítines de la nueva plataforma política. Ella adornaba la tribuna y con sus discursos encendía la pasión de la plebe. Él aplaudía emocionado. Jamás se encontraron.
La muchacha permitió que la cámara recorriera su cuerpo, desde la traviesa coleta hasta los zapatos negros. Esperó paciente a que ascendiera de regreso, con paradas frecuentes en las largas medias, la extensa falda de pliegues, la blusa arremolinada en la cintura, el corte simple de donde surgía esbelto el cuello. Cuando la lente estuvo a la altura de su rostro, acercó los labios para decir: Sé que le gusto, pero no daré yo el primer paso. Y clavó en Inocencio sus inmensas pupilas negras. ¿Se tratará de una burla o de una terrible puesta en escena?, pensó el chico, intuyendo estupefacto. que se refería a él. Llegó a dudar incluso si presenciaba el espectáculo de su propio infierno o el de Angélica. El amor de Inocencio era parco, como él mismo. Se incomunicaba con ayuda de la mirada hipnótica y la boca entreabierta. La misma expresión describía todos sus estados de ánimo. Era difícil predecir lo que estaba pensando. No puede ser, no puede ser, repetía conocedor de sus capacidades. El celebrado romance entre Angélica y Perfecto Prieto era una prueba tangible de que no podía estar muy alejado de la verdad. El pasado real niega esta historia infernal, pensó, y otra vez notó que podía modificar el curso de la narración. La plaza de pueblo se transformó en un modesto estudio, donde un joven de pelo ensortijado descansaba la frente abatida sobre las palmas de las manos, los codos se apoyaban sobre el escritorio. La cámara se acercó lo suficiente para mostrar el perfil infantil de Perfecto Prieto, luego enfocó la mesa. En una hoja de papel aparecía mil veces escrita y mil veces tachada la misma palabra: Inocencio. ¡Atiza!, exclamó el aludido.
Las fidedignas pruebas de amor por él, que Angélica y Perfecto Prieto derrocharon durante interminables minutos de transmisión, engrosaban la perplejidad de Inocencio. Hechos bien conocidos tomaban un inesperado cariz. La sorpresiva ruptura de la pareja volvió a helar sus sangre, no por las histéricas esperanzas que anidaron entonces en los más hondo de su corazón, sino al escuchar a los enamorados confesar sus verdaderas pasiones. Se sintió utilizado e íntimamente ofendido por aquellas personas, ante las que jamás había pasado de un saludo cortés, y que se tomaron la licencia de disputar su cariño sin contar para nada con sus sentimientos.
El odio que nació entre Angélica y Perfecto Prieto tras la separación sólo se extinguió con la muerte de ambos. El rencor también dividió a los que les rodeaban. Los decididos adversarios lideraron pandillas rivales, que se convirtieron en azote de los modestos comercios e hicieron soñar a la muchachada local. El fluido tráfico de mercancías, consideradas ilegales en la época, anegó la villa en una repentina prosperidad, donde fue difícil disimular las embarazosas lacras que acompañan al progreso. Cuando años más tarde, los contendientes alcanzaron la cima de un violento equilibrio en el control de influencias y puntos de ventas de droga, cuando parecía que se había cumplido el destino reservado a ellos y sólo restaba la misión, casi burocrática, de repetir los consabidos actos violentos hasta el fin de sus días, la ciudad despertó conmocionada con el fatal accidente de Perfecto Prieto. El indomable ganster había estrellado su moto contra el eucalipto blanco, que por misteriosas razones creció frente a la casa de Inocencio.
El presunto difunto apenas rebasaba en cuatro o cinco veces la tasa de alcohol permitida, se apresuró a declarar el jefe de la policía municipal. El agente consideraba propio de maricas conducir sin multiplicar, al menos por diez, la mojigata tasa, pero prefirió callar hasta desvelar los verdaderos motivos de la muerte.
Angélica sorprendió a sus hombres, y a toda la comarca, cuando renunció al control absoluto de la mafia local. Tras la muerte de Perfecto Prieto se marchó a probar fortuna como actriz porno, profesión entonces en auge, aunque no gozaba aún del respeto que se le depara hoy en día. Para sus vecinos la vieja herida de amor nunca había cicatrizado. Y no les faltaba razón.
La fama de Angélica se propagó con rapidez gracias a su habilidad para conciliar sentidas interpretaciones eróticas, en el ámbito profesional, con sonados escándalos personales. Conocida por todos, admirada por pocos, utilizó cada gramo de celebridad en beneficio de su arte. T.B., director de un importante estudio de grabaciones, descubrió su talento musical la calurosa tarde de verano en la que compartieron ducha en un discreto hotel capitalino. Angélica sacó su primer disco del corazón, como ella misma diría, o si lo prefieren, del escote, como observó asombrado el público asistente al glamuroso interviú, generosamente financiada para dar informaciones de primera mano sobre las apetencias sexuales de un distinguido banquero. Fue mayúscula la indignación de los presentadores del show ante la evidente violación del programa pactado para la entrevista. Angélica no se amedrentó. Ante cada objeción se defendió con un desparpajo inusual en un principiante. Desde entonces el éxito no la abandonó. Unos meses más tarde, M.LL., conocido productor de cine, quedó extasiado con sus dotes histriónicas durante la representación de un espectacular orgasmo múltiple en un refinado baño para señoras, frecuentado por la flor y nata de la industria cinematográfica nacional. Guiada por la diestra mano de M.LL llegaron a definirla como vedette.
Inocencio coleccionó sus discos, asistió decenas de veces a la proyección de cada una de sus películas, guardó hasta los más insignificantes recortes de prensa; fue su más rendido admirador, y al mismo tiempo su más despiadado crítico: exigía la perfección. Desde entonces se aficionó a enviarle diariamente una carta anónima. Angélica nunca las leyó, pero llegó a echar de menos los sobres perfumados las pocas noches que no pudo arrojarlos al fuego. Porque la actriz ser tornaba en una criatura frágil e indefensa cuando se apagaban las luces del escenario, la sonrisa se desfiguraba en una mueca de apatía, el tedio empañaba los nuevos proyectos apenas iniciados. Ninguna de las experiencias vividas llegó a transformar su alma de adolescente enamorada. Cómo explicar sino el súbito apego de Angélica a las causas benéficas y los proyectos sociales. Inocencio, ferviente espectador pasivo, volvía a disfrutar de su entrega gracias a las fotos que se sucedían en la pantalla. Qué placer verla otra vez encadenada a cuanta secoya pretendieran cortar, su cuerpo desnudo cubierto con las ramas del árbol en peligro, o haciendo el amor a un toro en el centro de un ruedo, o manifestándose por el derecho de los menores a espiar a los padres, o defendiendo el consumo de drogas como una variante suave de la eutanasia. Su reputación aumentó por días, sus seguidores se multiplicaron por miles. Al cabo de un par de años, Angélica abandonó la vida artística para fundar su propio partido, alejado de todos los convencionalismos sociales y, según sus detractores, alejado de todo sentido común. Angélica e Inocencio asistieron desde entonces a los mítines de la nueva plataforma política. Ella adornaba la tribuna y con sus discursos encendía la pasión de la plebe. Él aplaudía emocionado. Jamás se encontraron.
Inocencio temió por la vida de Angélica desde el primer minuto de su carrera política. Profunda conocedora de la clase dirigente de su época, con la que había departido cara a cara en la intimidad de su alcoba, solía juzgar a sus adversarios en pulgadas. Estos tomaron como un asunto personal el sensual estilo de oposición y no dudaron en declarar abiertamente su enemistad. La lista de enemigos peligrosos llegó a estar honrada con las personalidades más emblemáticas del panorama político nacional. Curtida desde joven en el peligro, Angélica conducía aún su existencia con el desenfado propio de una chica de pandillas. Inocencio temblaba por ella. Para salvarla renunció al único alivio de su espíritu: las cartas de amor. Muy a su pesar, plagó de amenazas los mensajes anónimos y prometió exóticas muertes que él mismo temía. El pavor que sintió, o quizá el morbo de las misivas, desencadenó la narración de sus refrenados apetitos sexuales. Con los ojos llenos de lágrimas contemplaba ahora en la pantalla como Angélica leía extasiada sus cartas, por primera vez. A pesar de sus esfuerzos, se cumplieron los peores vaticinios, una jeringa envenenada detuvo para siempre el corazón de su musa.
III. El regreso.
III. El regreso.
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