José López supo que era japonés cuando alcanzó la mayoría de edad. Aquella mañana se marchó a la ciudad a celebrar el cumpleaños, todavía ajeno a su condición, con el cerebro exento de cualquier responsabilidad que le distrajera de observar a los conocidos del pueblo que viajaban en el tren. Se abalanzó sobre un puesto libre, que distinguió entre la multitud, atropellando a su paso a una anciana con idénticas intenciones. Un segundo antes de caer sobre el asiento, retiró de un zarpazo un libro olvidado por la persona que se dirigía a la puerta de salida.
El sugerente título sobre la portada atrajo su atención: Cómo hacerte japonés en quince días. Por primera vez en su vida abrió un libro sin escuchar la orden de un profesor. Auguró que aquellas palabras, apretujadas en gruesos párrafos, le conducirían inevitablemente a la última página, y comenzó la lectura por el final del tomo, donde encontró un test que evaluaba el grado de niponización alcanzado tras el estudio del manual de autoayuda. Al sumar la calificación lograda en cada una de las respuestas, José López descubrió que era japonés de origen.
Gratamente sorprendido leyó otra página escogida al azar, que resultó una lección sobre perseverancia, una actividad desconocida para él. Dispuesto a ser un buen japonés, averiguó en qué se podía perseverar por aquella zona, y concluyó, tras estudiar durante días a vecinos y amigos, que ligar era la única opción a su alcance.
Se proveyó de inmediato con los medios necesarios para tomar por asalto el castillo imaginario que perfilaba en su mente. Dibujó un plano del barrio, donde marcó la situación geográfica de las chicas de su edad, e improvisó tres columnas en un cuaderno ocioso: si, no, quizá. Se vistió con su mejor camisa, vertió sobre su cabeza abundante perfume en el supermercado de la esquina, e inició el acecho. No desmayó ante agravios, burlas o indiferencias. Con metódica parsimonia nipona clasificó en el bloc a las jóvenes que aparecían en su radio de acción. Al cabo de dos años cruzó el altar de brazo de su esposa. Cuatro meses más tarde nació su primer hijo.
El suegro enchufó a José López en el consistorio municipal para procurar un sustento a la nueva familiar. Pero él se negó a aceptar un puesto de funcionario. El orgullo nipón le impedía desempeñar una profesión para la que no estaba debidamente cualificado. Su esposa reaccionó con violencia ante la negativa, ignorando las estrictas normas de cortesía que había prometido respetar y cumplir. Desafortunadamente, las sabias enseñanzas del manual de autoayuda no incluían consejos conyugales, sólo insistía hasta la saciedad en que el único camino posible a la felicidad pasaba por el trabajo sin descanso.
José López aceptó resignado los designios laborales del destino, que le conducían a una humillante situación quijotesca: el cargo de funcionario era una posición vitalicia, que no perdería aunque cometiera las mayores torpezas; sin embargo, ignoraba los detalles más elementales de aquella profesión, y su honra exigía que cumpliera a cabalidad con las responsabilidades adquiridas.
José López aumentó hasta límites insospechados la extensión de su jornada laboral, empeñado en terminar a tiempo los reportes que se sucedían con frecuencia pasmosa. En su hogar llegaron a olvidarle, como suele ocurrir con los empleados japoneses. Algunas madrugadas encontró desconocidos en su sofá habitual, incluso en la cama matrimonial que compartió mucho tiempo atrás. En tales casos, se refugiaba en la paz de la cocina a cenar su frugal ensalada.
A pesar de los ingentes esfuerzos, José López nunca consiguió llevar a feliz término su trabajo. Como japonés de raza decidió entonces que había llegado el momento del suicidio. Compró una katana de segunda mano, muy parecida a un auténtico tantö, y esperó al sosiego de la noche para vestirse con el quimono blanco y sentarse de rodillas sobre el escritorio. Cerró los ojos para mirar por última vez al pasado. Se lamentó por los pocos años en que disfrutó de su condición de oriental, y regresó a su mente la pregunta que le atormentaba desde que se supo japonés: ¿habían influido las tradiciones ibéricas en su carácter, hasta el punto de torcer los instintos nipones?. En ese instante decisivo, dudó. ¿Sería digno de un samurai traicionar las costumbres del padre maño?, quien nunca le perdonaría si la noticia llegara a su fría mazmorra de condenado a cadena perpetua. ¿Qué diría su madre si algún día despertara del coma etílico autoinducido? Como en los tiempos más duros de su infancia, la queja eterna de su abuela resonó otra vez en los oídos, con el típico acento serbocroata que la definía: ¡maldita la hora y maldita la persona que cambió a mi hija inocente de quince años por la húngara desconocida que apareció en casa embarazada de ti!
José López dejó la katana a un lado y se mudó las ropas. Aliviado, salió a la calle, presto a un suicidio que honrara las tradiciones de sus padres. Como ya amanecía, se apresuró para ser el primero en solicitar la hipoteca.
11 opiniones inteligentes:
Cuentas una historia tan rara pero tan probable, que tras la risa inicial por lo absurdo que parece, me he puesto a pensar. Y es que no falta mucho para eso. Con ese cóctel de razas y culturas que hay en España...
De la imagen escogida, en fin jajaja
Y bueno, lo del suicidio con hipoteca ya es la guinda del pastel.
Cómo disfruto leyéndote, Sr.Serio.
un abrazo, muy español
Me gustó y, si aunque a simple vista parece absurdo; está cargado de buena ironía y con todo el sentido del mundo; Japón es Japón y España, España. Genial hasta lo de la hipoteca.
Saludos
Muy bueno tu sentido del humor, muy bueno. Ya he visto que te has hecho seguidor de mi blog, pero ahora viviendo como escribes, echo de menos algún comentario. espero que sigamos en contacto, no será díficil dado el nivel, que vuelva por aquí. Un abrazo.
Hola Ardilla, XoseAntón y César
El humor absurdo me gusta tanto como los manuales de autoayuda, ¡qué gran invento!, no me canso de repetirlo. Ya llegará el día en que me lea uno.
Gracias por sus opiniones.
Abrazos
A mi lo que más me gusta de tus relatos es la imaginación que tienes.
¿De donde sacas todas esas ocurrencias? Son geniales.
Me recuerdas a veces a Groucho Marx, porque aparentemente es un humor absurdo, pero si lo analizas de absurdo nada, es muy profundo.
Besos Serio
jajajja, me ha encantado, sobre todo el final. Eso sí que es un suicidio, pero lento y doloroso.
un abrazo.
Oye, yo quiero un manual de autoayuda escrito por ti, tiene que ser para partirse de risa, y dicen que la risa es terapeútica.
Un abrazo.
Serio, han premiado mi blog y tengo que darlo a siete blogs que yo considere que lo merezcan. Y lo siento, pero te ha tocado.
La pega es que no es en metálico, pero queda bonito jajaja. En mi blog lo tienes.
Tag, seguro que Groucho tomaría como un buen chiste que me compares con él. Yo lo tomo como un cumplido, claro.
Estela, te aseguro que la idea del final no es mía, sino de los bancos.
Felisa, te sorprenderá saber que tengo un manual de autoayuda publicado. Se llama "Aprende a ducharte en sólo 15 días". Aunque el último libro de Eduardo Punset le ha hecho muy mala sombra en las ventas.
Un millón de gracias, Ardilla, por el premio.
¿ducharse en 15 dias? ¿Y eso cómo es, hoy una oreja, mañana la otra y siguiendo por partes? Ay! Que bueno.
De nada Serio. Ya he visto que lo has puesto en escaparate. Me encanta el pie de foto ;)
Leí 'El Gerente' y ahora me has enganchado con 'El Japonés'. ¿Habrá una segunda parte? Llegará a ser presidente de AJAM, Asociación de Japoneses Maños? ¿Se liará con su suegra ya que su mujer no le hace ni caso?
Un relato para disfrutarlo,
volveré a por más.
Sayonara.
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