El político sale de paseo cada domingo con sus más fieles seguidores. Tiende el mantel sobre la hierba fresca y comprueba que el sol alumbra entusiasmado. Cuando se aburre, lanza un eslogan con fuerza para que un militante lo traiga de vuelta. Al escuchar la voz melosa que cuenta el nuevo devenir histórico, el público se tiende alegremente con las patas hacia arriba y se deja acariciar la panza. De pronto un joven seguidor comienza a dar carreras en círculo, persiguiendo su propia cola. El político sonríe benévolo: la espontaneidad de las masas es lo que hace que la democracia valga la pena.
El fantasma
Cada noche dejo la página escrita sobre la mesa y amortiguo el ruido de la puerta al cerrarse para no ahuyentar al fantasma de Wilde que corrige el manuscrito mientras duermo. Como desconfío de su sutil ironía, a la mañana siguiente rechazo porfiado los cambios. Sin embargo, aunque logro juntar las palabras en formas cada vez más parecidas a la literatura, en la tertulia de los sábados crecen los rumores sobre mi imitación de Wilde. Cómo explicarles, sin herir su sensibilidad de oyentes de textos inéditos, que no persigo la gloria que ellos me ofrecen, que yo escribo para el fantasma de Wilde.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)