El paso inconcluso
No te regalan un reloj, tú eres el regalado
Julio Cortázar
Julio Cortázar
Me regaló su nueva novela sin ofrecer apenas resistencia, ¡maldito viejo zorro! La registré a mi nombre, antes de enviar una copia a media docena de casas editoras. Durante meses aguardé una respuesta positiva, que nunca llegó. Dos años más tarde, una editorial de segunda exigió correcciones sustanciales y a toda prisa. Dejé de comer y dormir para llegar al plazo a tiempo. De nada sirvió: recibí otro rechazo. Finalmente, invertí mis ahorros en autoeditarla, y no logré vender un ejemplar. ¡Maldito viejo zorro!, a él sólo le tocó el placer de escribirla.
Manual japonés

El sugerente título sobre la portada atrajo su atención: Cómo hacerte japonés en quince días. Por primera vez en su vida abrió un libro sin escuchar la orden de un profesor. Auguró que aquellas palabras, apretujadas en gruesos párrafos, le conducirían inevitablemente a la última página, y comenzó la lectura por el final del tomo, donde encontró un test que evaluaba el grado de niponización alcanzado tras el estudio del manual de autoayuda. Al sumar la calificación lograda en cada una de las respuestas, José López descubrió que era japonés de origen.
Gratamente sorprendido leyó otra página escogida al azar, que resultó una lección sobre perseverancia, una actividad desconocida para él. Dispuesto a ser un buen japonés, averiguó en qué se podía perseverar por aquella zona, y concluyó, tras estudiar durante días a vecinos y amigos, que ligar era la única opción a su alcance.
Se proveyó de inmediato con los medios necesarios para tomar por asalto el castillo imaginario que perfilaba en su mente. Dibujó un plano del barrio, donde marcó la situación geográfica de las chicas de su edad, e improvisó tres columnas en un cuaderno ocioso: si, no, quizá. Se vistió con su mejor camisa, vertió sobre su cabeza abundante perfume en el supermercado de la esquina, e inició el acecho. No desmayó ante agravios, burlas o indiferencias. Con metódica parsimonia nipona clasificó en el bloc a las jóvenes que aparecían en su radio de acción. Al cabo de dos años cruzó el altar de brazo de su esposa. Cuatro meses más tarde nació su primer hijo.
El suegro enchufó a José López en el consistorio municipal para procurar un sustento a la nueva familiar. Pero él se negó a aceptar un puesto de funcionario. El orgullo nipón le impedía desempeñar una profesión para la que no estaba debidamente cualificado. Su esposa reaccionó con violencia ante la negativa, ignorando las estrictas normas de cortesía que había prometido respetar y cumplir. Desafortunadamente, las sabias enseñanzas del manual de autoayuda no incluían consejos conyugales, sólo insistía hasta la saciedad en que el único camino posible a la felicidad pasaba por el trabajo sin descanso.
José López aceptó resignado los designios laborales del destino, que le conducían a una humillante situación quijotesca: el cargo de funcionario era una posición vitalicia, que no perdería aunque cometiera las mayores torpezas; sin embargo, ignoraba los detalles más elementales de aquella profesión, y su honra exigía que cumpliera a cabalidad con las responsabilidades adquiridas.
José López aumentó hasta límites insospechados la extensión de su jornada laboral, empeñado en terminar a tiempo los reportes que se sucedían con frecuencia pasmosa. En su hogar llegaron a olvidarle, como suele ocurrir con los empleados japoneses. Algunas madrugadas encontró desconocidos en su sofá habitual, incluso en la cama matrimonial que compartió mucho tiempo atrás. En tales casos, se refugiaba en la paz de la cocina a cenar su frugal ensalada.
A pesar de los ingentes esfuerzos, José López nunca consiguió llevar a feliz término su trabajo. Como japonés de raza decidió entonces que había llegado el momento del suicidio. Compró una katana de segunda mano, muy parecida a un auténtico tantö, y esperó al sosiego de la noche para vestirse con el quimono blanco y sentarse de rodillas sobre el escritorio. Cerró los ojos para mirar por última vez al pasado. Se lamentó por los pocos años en que disfrutó de su condición de oriental, y regresó a su mente la pregunta que le atormentaba desde que se supo japonés: ¿habían influido las tradiciones ibéricas en su carácter, hasta el punto de torcer los instintos nipones?. En ese instante decisivo, dudó. ¿Sería digno de un samurai traicionar las costumbres del padre maño?, quien nunca le perdonaría si la noticia llegara a su fría mazmorra de condenado a cadena perpetua. ¿Qué diría su madre si algún día despertara del coma etílico autoinducido? Como en los tiempos más duros de su infancia, la queja eterna de su abuela resonó otra vez en los oídos, con el típico acento serbocroata que la definía: ¡maldita la hora y maldita la persona que cambió a mi hija inocente de quince años por la húngara desconocida que apareció en casa embarazada de ti!
José López dejó la katana a un lado y se mudó las ropas. Aliviado, salió a la calle, presto a un suicidio que honrara las tradiciones de sus padres. Como ya amanecía, se apresuró para ser el primero en solicitar la hipoteca.
Summa cum laude

El listo

- Alejandro, para ser declarado el más inteligente del planeta debes adivinar qué pregunta tengo guardada para ti -grita la animada locutora a un metro de mi cara, mirando al público expectante, antes que una música de circo aturda mis sentidos.
-¿Por qué se presenta en este concurso alguien que presume de ser tan astuto? -balbuceo.
San Valentín

No es un sábado cualquiera, es un sábado literario.
Sueños

La broma

De las historias que guardo en el Desván de la Memoria.
Al fin libres

De las historias que guardo en el Desván de la Memoria.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)