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NOTICIAS TUNEADAS

Plan de fin de semana


30 enero 2009

Mi plan dependía de la decisión de don Gaspar, del gruñido que saldría de su boca minúscula, perdida entre los gruesos mofletes. Malgastas mi tiempo, decía su mirada, mezcla de desprecio e indiferencia.

-¿Cuándo puedes comenzar? -preguntó.

-Ahora mismo -respondí apretando los puños debajo de la mesa para celebrar el nuevo empleo.

-Toma un delantal -dijo y señaló una alacena repleta de útiles de limpieza-, José te indicará lo que debes hacer.

Cientos de platos sucios aguardaban en improvisadas pilas. Me alegré que fuera una labor conocida y simple. Pero me equivocaba, a los pocos minutos José me gritó que no podía pasar toda la noche acariciando una ensaladera, que la vajilla se duplicaría en breve y que los clientes no esperarían por mi. Tenía razón. Aumenté la velocidad de fregado, a riesgo de que alguna pieza quedara empañada, sin disminuir la ira del supervisor. A las dos horas desfallecía de hambre. Olvidé comer algo tras salir de la oficina porque nos libramos bien pasadas las cinco, ¡un viernes!, y temía no llegar a tiempo a la entrevista con don Gaspar. La vorágine de loza sucia aumentaba a medida que avanzaba la noche. Cuando escuché que los últimos clientes se marchaban, respiré aliviado. Y erré otra vez, las labores más duras comenzaron a esa hora: limpiar la cocina y el local, limpiar hasta la extenuación. Afortunadamente se trataba de un empleo temporal, de un fin de semana. Aunque en la oficina no gano mucho más que uno de los trabajadores del restaurante, no creo que soportara el rigor de esta ocupación. Al llegar a casa, me eché a dormir con la ropa puesta, sin ánimos ni fuerzas para desvestirme. Soñé con platos. Me desperté a las seis satisfecho por rebasar la primera jornada, y corrí de vuelta al curro.

Los empleados ya sabían del acuerdo a que había llegado con don Gaspar. Fingí no escuchar los comentarios a mis espaldas ni ver las miradas harto elocuentes posadas sobre mi. En verdad eran chicos agradables, que charlaban hasta por los codos aprovechando cualquier descuido de los responsables. Recuerdo que picaban de la comida lista para servir y luego se burlaban:

-Esos ricachones piensan que nosotros comemos de sus sobras -decían, para rematar entre carcajadas- si ellos supieran.

Reí mucho con sus ocurrencias, aunque bien comprendía las razones de su actitud picaresca: el miserable sueldo que ganábamos no permite pagar decenas de euros por alguna de aquellas delicatessen.

A la tarde de aquel agotador sábado se esfumaron los pensamientos positivos. Veía platos incluso con los ojos cerrados y me provocaban nauseas los restos de comida. Me mantenía en aquel sitio el empeño de llevar a cabo mi plan, que peligró en varias ocasiones, cuando los gritos de José auguraban que estaba a punto de perder la paciencia. Esa noche no pude pegar ojo. Al día siguiente sabría del éxito o fracaso de mi gestión.

La faena fue aún peor el domingo, pero la ilusión era entonces demasiado intensa como para notarlo. Claro, también confiaba en que no me despedirían el último día. Mi labor concluyó a las ocho de la noche, como pactamos. No me marché hasta que don Gaspar confirmó nuestro acuerdo inicial. Él se limitó a asentir con la cabeza, de mala gana.

Corrí a casa a ducharme. El agua abundante arrastró consigo la grasa acumulada en la piel y los sinsabores de las rudas labores. Estuve de vuelta al restaurante unos minutos antes de las diez. Magdalena llegó al cuarto de hora. Por un instante temí a la reacción de los mozos del local. Sin embargo, saludaron con afabilidad y respeto. Como a un cliente usual, pensé orgulloso, mirando de soslayo a Magdalena.


1 opiniones inteligentes:

Ardilla Roja dijo...

Qué bonito, qué romántico, y qué tonto se pone uno cuando se enamora jajaja

Qué bien escribes Serio.

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