El matador se acerca al toro moribundo, casi siente el aliento del animal en el rostro, y la mirada herida se le antoja cargada de rencor e inteligencia, como la de aquel innombrable empollón de la escuela del pueblo, cuyo recuerdo persiste quince años después. Cuánto hubiese dado el entonces aprendiz de torero por detectar el más mínimo destello de agudeza en sus oscuras pupilas. Pasaba horas frente al espejo atormentado por el reflejo de los ojos de idiota en el rostro perfecto. A modo de subterfugio ante su frustración, transmutaba rutinariamente la impotencia acumulada en ráfagas de furia que azotaban irremisiblemente al frágil estudiante. Cada toro trae de vuelta la pesadilla. El diestro se alza sobre los cuernos del animal y en el preciso instante del golpe de gracia, le espeta al toro agonizante:
-¡Te perdono la vida! -y lanza lejos de ambos la afilada arma, echando por tierra la centenaria tradición de la corrida, donde el Presidente es quien otorga los indultos. Luego da la espalda al animal para saludar altivo al emocionado público.
-¡Cuidado Johnny! -advierte la Rubia desde la barrera, apuntando al toro con el dedo, como si esa señal pudiese detener la embestida traicionera de la bestia. Al notar que no es escuchada, se inclina aún más sobre la valla, estira el brazo para asegurar que el brillo de la pulsera llegue a los asientos más distantes, y grita desaforada sobre el bullicio de la multitud:
-¡El torooo!
Los reproducción en cámara lenta de los movimientos de los labios en la secuencia del grito, se asemeja, inexplicablemente, a las posturas típicas de una felación. La cámara prolonga el drama recorriendo con parsimonia el brazo de la protagonista, desde la punta del dedo al pronunciado escote, se adentra curiosa bajo el vestido, casi hasta la tenue frontera del vientre con las bragas color carne, y regresa bruscamente a la cara espumeante del toro, para descubrir que el animal se acerca a su torturador a toda velocidad. En ese preciso instante, el profundo alarido de la multitud hace retumbar el cine, en protesta por el corte brusco en la escena de las bragas, mientras una minoría aprueba en silencio la metáfora erótica que sugiere la abundante baba del astado.
En la pantalla, el diestro gira hacia su lado más siniestro y encara al toro. Enfrenta la mirada del cornúpeta mientras observa de reojo el estoque que yace sobre la arena a varios metros de distancia. Durante ese instante se siente perdido. Mira con cara de despedida hacia la Rubia, quien milagrosamente extrae de su bolso una espada plegable. El mundo se detiene a contemplar el close-up de la chica que finge una sonrisa sosteniendo la espada con la punta de los dedos. Al final de la memorable toma, el matador, el público tras las vallas y en el cine, y el propio toro alzan al unísono la vista para observar la parábola perfecta que describe el arma en el aire mientras gira sobre sí misma, en clara alegoría a "2001: una odisea del espacio", antes de caer finalmente en la mano de valiente que da merecida muerte a la iracunda bestia; redundando en el alborozo del público mayoritario y en el desagrado del cinéfilo experto quien desaprueba la sobreactuación del cuadrúpedo en la escena de su muerte.