Viví así, solo, sin alguien con quien conversar verdaderamente, hasta que tuve una avería en un barrio marginal, de cuyo nombre no quiero acordarme, hace seis años. Algo se había roto en el motor de mi coche de segunda mano. Y como los del transporte público se tomaron esa jornada de huelga, el saldo del móvil se había agotado, los teléfonos públicos habían sido desguazados en vida, y nadie mostraba interés en ayudarme, me dispuse a intentar, completamente solo, una difícil reparación.
Estaba más solo que el candidato a la presidencia de un partido ecologista. Imagínense, pues, mi sorpresa, cuando al oscurecer, llamó mi atención una graciosa vocecita que me decía:
-Tío... ¡Déjame un euro!
-¡Eh!
-Déjame un euro.
Salté sobre mis pies como si intentaran sustraerme la cartera. Presioné los bolsillos del pantalón con los codos e intenté frotarme los ojos con los mismo ojos, pues las manos estaban completamente manchadas de grasa. Miré bien. Y vi a un gamberro que me observaba con cara de pocos amigos. He aquí el mejor retrato que, más tarde, logré hacer de él.
Estaba más solo que el candidato a la presidencia de un partido ecologista. Imagínense, pues, mi sorpresa, cuando al oscurecer, llamó mi atención una graciosa vocecita que me decía:
-Tío... ¡Déjame un euro!
-¡Eh!
-Déjame un euro.
Salté sobre mis pies como si intentaran sustraerme la cartera. Presioné los bolsillos del pantalón con los codos e intenté frotarme los ojos con los mismo ojos, pues las manos estaban completamente manchadas de grasa. Miré bien. Y vi a un gamberro que me observaba con cara de pocos amigos. He aquí el mejor retrato que, más tarde, logré hacer de él.
Pero mi dibujo, claro está, es mucho menos maravilloso que el modelo. No es culpa mía. Los planes de educación los cambian tantas veces, al vaivén de los intereses políticos, que la formación artística queda en una posición bien relegada en la lista de las habilidades adquiridas en el cole.
Miré aquella aparición con los ojos redondos de sorpresa. No olviden que no conocía el barrio. Además, el gamberro no parecía ni hambriento, ni cansado. No tenía en nada la apariencia de un niño que more en las calles. Cuando al fin logré hablar, le dije:
-Anda a pedírselo a tus padres
Y me respondí con una voz entre dulce y amenazante:
-Si llamo a mis colegas, te daremos una paliza, que serán tus padres quienes no te reconocerán.
Hay veces que es imposible desobedecer. Aunque me pareciera absurdo, rodeado de gente que pudiera protegerme pero que se empeñaba en ignorarme, saqué de mi bolsillo una moneda y se la entregué. Su respuesta fue:
-Ahora noto que, en realidad, necesito cinco euros. El alcohol ha subido mucho.
Recodé entonces el único dibujo que era capaz de hacer. Con la grasa de las manos esbocé la billetera sobre el reverso de una etiqueta que recogí del suelo. Me quede maravillado cuando el gamberro me espetó:
-¿Crees que soy imbécil? En mi casa ya no hay espacio para papeles sucios. Y esa billetera no vale ni dos céntimos. Me das cinco euros, o hago que te destrocen el coche.
Le ofrecí mi reloj pulsera. Él lo miró atentamente antes de emitir su opinión:
-Ese lo comprantes donde los chinos. No debe valer ni dos euros. Quiero un billete, ahora.
Intenté salir del entuerto con otras ofertas. Lo cierto, es que en esos días, a finales de mes, mi billetera estaba más vacía que una sala de cine especializada en filmes clásicos. Finalmente, le entregué una tarjeta de crédito con un irreparable error de lectura.
-Dentro está tu dinero- le dije.
Quedé muy sorprendido al ver iluminarse con sorna el rostro de mi joven asaltante:
-Vale. Déjame la clave.
Así fue como conocí a Pito. Al que, quizás en venganza por sus molestias o tal vez por joderlo de algún modo, bauticé como el princi Pito.
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Miré aquella aparición con los ojos redondos de sorpresa. No olviden que no conocía el barrio. Además, el gamberro no parecía ni hambriento, ni cansado. No tenía en nada la apariencia de un niño que more en las calles. Cuando al fin logré hablar, le dije:
-Anda a pedírselo a tus padres
Y me respondí con una voz entre dulce y amenazante:
-Si llamo a mis colegas, te daremos una paliza, que serán tus padres quienes no te reconocerán.
Hay veces que es imposible desobedecer. Aunque me pareciera absurdo, rodeado de gente que pudiera protegerme pero que se empeñaba en ignorarme, saqué de mi bolsillo una moneda y se la entregué. Su respuesta fue:
-Ahora noto que, en realidad, necesito cinco euros. El alcohol ha subido mucho.
Recodé entonces el único dibujo que era capaz de hacer. Con la grasa de las manos esbocé la billetera sobre el reverso de una etiqueta que recogí del suelo. Me quede maravillado cuando el gamberro me espetó:
-¿Crees que soy imbécil? En mi casa ya no hay espacio para papeles sucios. Y esa billetera no vale ni dos céntimos. Me das cinco euros, o hago que te destrocen el coche.
Le ofrecí mi reloj pulsera. Él lo miró atentamente antes de emitir su opinión:
-Ese lo comprantes donde los chinos. No debe valer ni dos euros. Quiero un billete, ahora.
Intenté salir del entuerto con otras ofertas. Lo cierto, es que en esos días, a finales de mes, mi billetera estaba más vacía que una sala de cine especializada en filmes clásicos. Finalmente, le entregué una tarjeta de crédito con un irreparable error de lectura.
-Dentro está tu dinero- le dije.
Quedé muy sorprendido al ver iluminarse con sorna el rostro de mi joven asaltante:
-Vale. Déjame la clave.
Así fue como conocí a Pito. Al que, quizás en venganza por sus molestias o tal vez por joderlo de algún modo, bauticé como el princi Pito.
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