- Escribir al ministerio un domingo es un craso error -pensó Alt acomodando su portátil sobre la cama-. Este mensaje nunca llegará a su destino. Mary responderá lo que merecen.
Gracias a sus privilegios como administrador de la red, entró a la cuenta de Mary, su compañera de trabajo, y respondió: "Tengan en cuenta que los aparentes privilegios implicarán obligaciones adicionales. Como a todas las empresas registradas con nosotros, se les exigirá una tarificación por segundos que proteja a los consumidores. Muchos de sus clientes se quejan a nuestro ministerio por las cantidades excesivas de dinero que deben pagar, independientemente del tiempo que requieran sus servicios".
Revisó el mensaje para insuflarle el estilo oficial, que tan bien conocía, y finalmente lo envió. Satisfecho, se apresuró a tomar una ducha antes de partir al bar, como cada domingo. Tras un riguroso escaneo de su torso desnudo, frente al espejo, mojó su cara con abundante agua tibia. Sólo entonces descubrió que la espuma de afeitar se había agotado.
-Estoy seguro que comencé este bote la semana pasada -pensó- y buscó uno nuevo en el pequeño compartimiento bajo el lavamanos. Para su asombro, todos los recipientes estaban vacíos.
-¡Puta criada! -exclamo airado, aunque recobró la calma al instante y rectificó- Asistenta, no criada, al menos mientras gobiernen los socialistas.
Durante sus cuarenta y cinco años de vida nunca se había enfrentado a una situación tan singular. Jamás había faltado la crema de afeitar en su casa. Pensó en mantener la calma y concentrar todas sus energías en el problema a resolver, como le enseñaron en el último curso sobre técnicas de Yoga en la gestión empresarial.
-Vamos, ¡tú puedes! -se animaba esperando que aparecieran la ideas, mientras daba pequeños paseos en torno al baño, hasta que los guiños luminosos que hacía el ordenador desde la cama le sugirieron la solución- ¡Google!, por supuesto -exclamó antes de correr hacia el portátil.
Sin embargo, comprobó aterrado que la humanidad aún no tenía respuesta a una pregunta tan simple: ¿cómo afeitarse sin espuma?. Deambuló sin éxito durante media hora por diversos foros en Internet. Comenzó a preocuparse. Se arriesgaba a llegar tarde al bar por la primera vez en su vida, ¡un domingo! ¿qué pensaría su padre al verlo ante aquel dilema? Él, que tantas veces le repitió:
- Debes presentarte en cualquier sitio antes de las diez de la mañana, incluso en el trabajo. Llegar antes es perder el tiempo, pero llegar después implica perder el puesto. Aprende de mi experiencia, hijo mio. Tú heredarás mi plaza en el ministerio como reparador de máquinas de escribir, así como yo la heredé de mi padre. Tú debes preservar la tradición de esta familia, que desciende de los más diestros en el manejo del cortaplumas entre todos los que preparaban las plumas de ganso para los amanuenses reales.
Tantos años después, las palabras del padre aún le traían a la memoria la comuna de hippies a la que perteneció durante un breve período de decepción adolescente. De modo instintivo, tecleó el nombre de aquel grupo en la página de Google.
- Busca la respuesta fuera de la sociedad, cuando ella ya no pueda responderte -pensó.
Tras la inercia de algunos enlaces inevitables, descubrió, en la rutinaria descripción de una mañana tras alguna orgía, que uno de los hippies narraba cómo se embadurnó la cara con jabón para rasurarse con la navaja. Apuró sus pasos hacia el baño, sin saber que nuevas calamidades le aguardaban. Desafortunadamente, todas los recambios de la maquinilla de afeitar habían perdido el filo.
- Maldita...doméstica -repitió para sí.
La empleada no podía sospechar que su treta sería descubierta con tanta facilidad. Alt, obsesionado con la apariencia ante los demás, hacía creer a la doméstica que tenía una familia. Le disgustaba que pensaran que era un solitario empedernido. Había rellenado una parte del armario con ropa de mujer y la habitación más pequeña estaba amueblada con motivos infantiles. Los días de la semana señalados para la limpieza de la casa, Alt provocaba el desorden típico de una familia real.
Largos años de falsas apariencias habían mellado el espíritu de Alt: piso y coche con precios por encima de sus posibilidades, mercados en los que debía pagar más, por los producto que la gente acostumbraba a comprar a precios normales en cualquier otro establecimiento. El alza desmedida del Euribor lo había obligado a extorsionar a sus propios padres para poder pagar las letras de la hipoteca. Pero el valor que tuvo al escribir las cartas amenazadoras no le alcanzó para rasurarse con una navaja, así que soportó los tirones de la maquinilla de afeitar con la estoica paciencia de un votante del partido comunista. El suplicio matutino lo selló la cotidiana tortura de la loción de afeitado. La ducha disimuló el incipiente mal carácter. La ropa disimuló el resto. Complacido, Alt se miró al espejo, recogió su ordenador y se marchó al bar.